
Las primeras eran dulces, llenas de anhelo. “Mi querido Henry, los días se me hacen vacíos sin tu voz…” leyó Emily en voz alta. Cada palabra narraba una historia de amor prohibido: Clara, la joven heredera de la mansión, y Henry, un humilde trabajador del ferrocarril. Su familia había prohibido la relación, empeñada en que se casara con alguien de su posición.
Pero el tono cambiaba con el paso de los meses. Clara escribía sobre planes para escapar juntos, sobre una cita secreta que los liberaría. La última carta, fechada el 8 de noviembre de 1924, contenía solo una línea inquietante: “Medianoche. En el salón de baile. Para siempre.” Y después, nada más. Emily dejó la carta con cuidado. “Nunca lo consiguieron,” murmuró. Liam asintió, mirando alrededor como si buscara respuestas. Entonces algo brilló en la pantalla de la cámara: un reflejo dentro del piano del piso superior. “Emily,” dijo en voz baja, “hay algo escondido en ese piano.”
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