
Dentro, el salón de baile parecía intacto. Todo estaba cubierto de polvo, pero el lugar conservaba su forma, como si una gran fiesta hubiera terminado apenas unos instantes antes. Las mesas seguían dispuestas, las sillas apartadas, las copas esperando en bandejas de plata. Un piano de cola descansaba en la esquina, con una tecla hundida que parecía mantener una nota muda suspendida en el aire. Emily levantó la cámara. “Es como si todos hubieran desaparecido de repente,” murmuró.
Sus linternas recorrieron el papel desgastado de las paredes y los moldes dorados, que aún brillaban tenuemente. Avanzaron hacia el piano. En el atril descansaba una partitura titulada El vals de la eternidad. Liam presionó una tecla, y el eco retumbó como un recuerdo que intentaba volver. Cerca, una copa de champán permanecía en pie sobre una mesita, intacta, con el líquido evaporado hace décadas.
Junto a ella había una bandeja de plata y un reloj de bolsillo grabado con las iniciales C.W. “Vivían bien aquí,” murmuró Liam. Emily frunció el ceño. “O amaban profundamente,” respondió, señalando un cuadro torcido en la pared. Debajo, el papel parecía abultarse, como si escondiera algo. El corazón de Liam se aceleró. “Veamos qué hay detrás.” Levantaron juntos el pesado retrato, levantando una nube de polvo. Detrás se ocultaba una pequeña puerta de madera, sellada y olvidada. Un hilo de aire frío se filtraba por las rendijas. Emily dudó. “¿De verdad quieres abrir eso?” Liam sonrió. “Para eso hemos venido.” Giró el pomo. Hizo un clic y cedió.
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