
Cuando terminó su ruta aquella tarde, Laura aparcó el autobús, se puso la chaqueta y regresó andando hacia el barrio. El aire era fresco y las calles estaban casi vacías. No sabía exactamente qué esperaba encontrar, pero algo en su interior le decía que debía ir. Al doblar la esquina, lo vio de nuevo: el perro dorado, sentado exactamente en el mismo sitio, mirando la carretera, inmóvil. Durante un largo momento, Laura lo observó. Había algo profundamente triste en aquella paciencia silenciosa, como si de verdad creyera que alguien a quien amaba bajaría de ese autobús para volver a casa. Se agachó a pocos metros y murmuró: “Hola, amigo. ¿A quién esperas?” El perro giró ligeramente la cabeza, la miró unos segundos y luego se levantó. Sin emitir un sonido, comenzó a caminar.
Laura dudó, pero decidió seguirlo. El perro avanzaba con paso tranquilo, la cola baja, las patas rozando el pavimento agrietado. Giró por una calle estrecha, flanqueada por vallas viejas y jardines descuidados, hasta llegar a las afueras del pueblo. Laura lo siguió a cierta distancia para no asustarlo. El sol se ponía, tiñendo el cielo de dorado y naranja. Finalmente, el perro se detuvo frente a una pequeña casa desgastada, de pintura azul desconchada y una verja oxidada. Se sentó de nuevo, mirando la puerta, sin moverse. La casa parecía abandonada: el porche vencido, las escaleras cubiertas de hierba, las ventanas opacas de polvo. A Laura se le encogió el pecho. ¿Por qué había ido allí?
Mientras pensaba, una voz suave sonó detrás de ella. “No es la primera persona que lo sigue.” Laura se volvió y vio a una mujer mayor junto a su buzón. Sus ojos eran amables, pero tristes. “Lleva haciendo esto todos los días desde que murió su dueño. Espera que vuelva en ese autobús… pero no volverá.”
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