
Todo empezó en una tranquila tarde de domingo. El perro del vecino se coló por un hueco en la valla de Henry y comenzó a cavar círculos en el césped como si buscara algo muy importante. La tierra volaba, las patas se movían sin parar y, de pronto, se oyó un sonido sordo y hueco que no encajaba con nada conocido. Henry se quedó inmóvil. Primero pensó en una tubería rota. Luego, en algo peor. El perro siguió cavando hasta que se detuvo, con una pata apoyada sobre un trozo de arcilla, mirando el suelo como si supiera más que nadie.
Henry llamó al vecino, que acudió corriendo con la correa. Pero el perro se negaba a moverse. Debajo de su pata, la tierra mostraba un leve brillo metálico, la esquina de algo cuadrado. Cuando Henry lo golpeó con la pala, sonó con un timbre agudo de metal. No era piedra. Era una tapa. Recordaron la búsqueda policial del otoño pasado: linternas, notas, noches largas revisando cobertizos y jardines. No habían encontrado nada. Pero esa noche, el aire estaba quieto y pesado, y solo se oía la respiración del perro. Lo que estaban a punto de descubrir dejaría a toda la calle sin palabras.
